miércoles, 18 de septiembre de 2013

LA APARICIÓN DEL CRISTIANISMO


LA APARICIÓN DEL CRISTIANISMO

 JESÚS Y SU DOCTRINA

A diferencia de todos los otros pueblos orientales, los hebreos elaboraron una creencia  monoteísta. En general, era una religión muy apegada a la forma de los ritos, pero hubo muchos profetas —Isaías y Jeremías, especialmente —que predicaron la necesidad de practicar una religión íntima, mística, en la que el ritualismo fuera reemplazado por la fe profunda.
Siguiendo este pensamiento, Jesús predicó una doctrina de fraternidad y de amor, que conmovió profundamente a muchos hebreos, que se hicieron discípulos suyos.
Enseñaba Jesús que la verdadera vida no es ésta que vive el cuerpo, sino la vida eterna del alma, para la cual la existencia terrena es preparación y prueba. Aquí, en la tierra, era necesario demostrar la virtud para merecer el bien después de la muerte, y esa virtud consistía en la firme fe en Dios y en el ejercicio de una moral superior. El desprecio por las riquezas, el
amor al prójimo, la resignación ante las calamidades de la vida, el ejercicio de la misericordia y la caridad, todo ello constituía un conjunto de reglas cuyo cumplimiento estimaba muy superior al frío ejercicio de un culto minucioso como el del templo de Jerusalén.

Esta última circunstancia le atrajo a Jesús el odio y la persecución del Sanedrín —que era el Senado de la ciudad—y de los sacerdotes. Oían que por todas partes se atribuía a Jesús el maravilloso poder de obrar milagros, que se reconocía en él al Hijo de Dios, al Mesías esperado y ungido por Dios mismo; y temerosos de no poder contener el avance de la nueva
doctrina, comenzaron a hostilizarlo para perderlo. El pueblo, en efecto, le seguía devotamente, porque su palabra tenía un extraño poder de sugestión y era, además, convincente y sencilla; enseñaba por medio de parábolas que llegaban al corazón de quienes lo escuchaban y sus promesas de redención encontraban eco en los espíritus acongojados. Era, pues, imprescindible, para los sacerdotes del templo, impedir que siguiera una predicación que
amenazaba socavar su predominio.

No pudiendo condenarlo por razones religiosas, el Sanedrín y los sacerdotes aprovecharon el prestigio popular de Jesús para presentarlo como un caudillo revolucionario que quería rebelar al pueblo contra la autoridad romana. Como esta clase de movimientos no eran inverosímiles en Palestina, el procurador de Galilea, Poncio Pilatos, dio por fundada la
acusación y, no sin vacilaciones otorgó su consentimiento para que Jesús fuera condenado a muerte.  Así fue como lo crucificaron entre dos ladrones, en el año 33 de nuestra Era, en el monte denominado Gólgota, es decir, monte de las Calaveras.

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